La muerte de
Jesucristo en la cruz del calvario tuvo un propósito importante para la vida de
la humanidad, ya que Él ocupó el lugar que a nosotros nos correspondía.
En su
crucifixión, Dios obró en nuestra redención.
“Cuando vino la
hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la
tierra hasta la hora novena.
Y a la hora
novena Jesús clamó a gran voz, diciendo:
Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?
Y algunos de los
que estaban allí decían, al oírlo:
Mirad, llama a Elías.
Y corrió
uno, y empapando una esponja en
vinagre, y poniéndola en una caña, le dio a beber, diciendo: Dejad, veamos si viene Elías a
bajarle.
Mas Jesús, dando una gran voz, expiró.
Entonces el velo
del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
Y el centurión
que estaba frente a él, viendo que
después de clamar había expirado así,
dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Marcos 15:33-39).
El evangelio de
Lucas también nos refiere la exclamación de Cristo al momento de fallecer. “Entonces
Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró.
Cuando el
centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente
este hombre era justo” (Lucas 23:46-47).
En esas tres
horas de tiniebla sobre la tierra, Jesús se presentó como ofrenda para
expiación de nuestros pecados. “Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia
sangre, padeció fuera de la puerta”
(Hebreos 13:12).
Y esto de que
padeció fue para rescatarnos de nuestra vana manera de vivir, para darnos vida
en el espíritu por cuanto todos estábamos muertos en nuestros delitos y
pecados.
Un
acontecimiento importante en medio de todo esto, es lo que dice el versículo 45
del capítulo 23 de Lucas y el versículo 38 del capítulo 15 de Marcos: el velo
de templo se rasgó por la mitad.
Este velo
significaba la separación entre Dios y la humanidad, nadie sino solo el sumo
sacerdote, una vez al año, podía acercarse al Lugar Santísimo donde estaba el
arca del pacto.
“Pero estando ya
presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y
más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación,
y no por sangre
de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para
siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención.
Porque si la
sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra
rociadas a los inmundos, santifican para
la purificación de la carne,
¿cuánto más la
sangre de Cristo, el cual mediante el
Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras
muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Hebreos 9:11-14).
Hay que recordar
que Jesús no se quedó clavado en la cruz, tampoco se quedó dentro del sepulcro,
sino que Dios le levantó de los muertos, siendo así las primicias de la
resurrección y cumpliendo el mandato que le fue encomendado.
“Por eso me ama
el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar.
Nadie me la
quita, sino que yo de mí mismo la
pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo
poder para volverla a tomar. Este
mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17-18).
“sabiendo que
Cristo, habiendo resucitado de los
muertos, ya no muere; la muerte no se
enseñorea más de él.
Porque en cuanto
murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (Romanos 6:9-10).
Y el versículo
23 nos declara “Porque la paga
del pecado es muerte, mas la dádiva de
Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”.
Podemos entrar con toda confianza a la presencia
de Dios por la sangre de Jesucristo que nos limpia de todo pecado y nos regala
la salvación.
“que si confesares con tu boca que Jesús es el
Señor, y creyeres en tu corazón que Dios
le levantó de los muertos, serás salvo.
Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.
Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él
creyere, no será avergonzado” (Romanos
10:9-11).
El mensaje de
salvación es tan sencillo que para algunos resulta difícil de creer. No hace
falta hacer rituales especiales, sacrificios o entregar abundantes ofrendas
para llegar a Dios, ni hace falta buscar más intermediarios o intermediarias
para acercarnos al Señor.
“Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad,
y la vida; nadie viene al
Padre, sino por mí” (Juan 14:6).
El Señor regresó
a donde estaba primero, a la diestra de Dios Padre, y vendrá por segunda vez, a
levantar a los que creen en Él.
“así también
Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos
9:28).
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