El rey David fijó sus ojos en Betsabé, mujer de Urías, uno de sus valientes. Se allegó a ella y concibieron un niño. Al saber del embarazo trató de hacer que Urías se allegara a ella y pensara que el niño era hijo suyo.
Como no pudo convencerlo de ir a su casa y descansar con su esposa, David envió a Urías al frente de la batalla para que muriera.
Al quedar Betsabé viuda, la llevó a su palacio. Tiempo despúes, el profeta Natán amonestó a David sobre el pecado que cometió delante de los ojos de Jehová y anunció los males que llegarían a su casa por causa de esta falta.
Al irse Natán, el niño enfermó gravemente y David hizo oración día y noche postrado en tierra, llorando y sin tomar alimento.
Cuando el niño murió, el rey se levantó del suelo, se aseó y tomó pan.
Sus sirvientes se extrañaron de esta actitud y le preguntaron por qué ayunó y lloró mientras el niño vivía y no en su muerte.
"Y él respondió: Viviendo aún el niño, yo ayunaba y lloraba, diciendo: ¿Quién sabe si Dios tendrá compasión de mí, y vivirá el niño?
Mas ahora que ha muerto, ¿para qué he de ayunar? ¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a él, mas él no volverá a mí" (2 Samuel 12: 22-23).
Cuando un ser amado es llamado a la presencia del Señor, se mezclan muchas emociones. Por un lado tristeza, por la ausencia y el vacío que queda; por otro lado, alegría porque ya no sufrirá más y está en un mejor lugar, y también frustración, porque uno piensa que si hubiera hecho tal cosa en tal fecha, tal vez esa persona no habría fallecido.
Pero la verdad es que nadie puede, por más que se afane, alargar su vida.
La experiencia vivida por el rey David nos enseña que no podemos hacer volver a los que ya partieron, pero sí podemos llegar a donde ellos están.
La esperanza y la convicción de un gozo eterno nos mueven a seguir adelante a pesar del dolor. Es necesario continuar la carrera y pelear la buena batalla de la fe. Dios no deja nada a medias y nos ayudará a vencer.
¡Hasta pronto mami!
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